Sagrario Mochales, la mujer que descubrió el primer antibiótico español

Si Sagrario Mochales no hubiera sido tan observadora, si no le hubiera gustado tanto su trabajo como para decidir un día quedarse hasta que su cultivo “hablase”, si el azar no hubiera estado de su parte, si…, si…

Son muchos los condicionantes que Sagrario Mochales atribuye a la suerte y una sola la explicación que tiene el descubrimiento de ese primer antibiótico español: una perseverancia, una curiosidad, una inteligencia y una mirada capaces de sobreponerse a los convencionalismos y asumir que el conocimiento de frontera podía estar a su alcance.

Con más de nueve décadas a sus espaldas, Sagrario recuerda ahora aquella etapa de su vida que califica como “muy feliz” en la que ayudó a descubrir y desarrollar algunos compuestos que hoy son medicamentos muy utilizados en el mundo, como es el caso de la fosfomicina, un antibiótico de amplio espectro con el que inició su asombroso listado de patentes hasta alcanzar las 19 que hoy figuran con su nombre.

¿En qué momento piensa que se despertó su vocación?

Yo nací en el 32. Vivíamos cerca de la Moncloa y la Guerra estaba a punto de empezar. Tenía tres años y medio, y mis padres decidieron que nos fuéramos un tiempo a casa de mi tío Gregorio Baquero, uno de los microbiólogos más importantes del momento en España. Él nos llevaba a veces al laboratorio y a mí me encantaba ver sus cosas y, de manera muy especial, un aparato que me parecía rarísimo y que no era otra cosa que un microscopio. Yo creo que eso se me quedó grabado. Esta admiración por mi tío, hizo que me inclinase por las Ciencias, y creo que hice bien. De no ser por esa casualidad, es probable que me hubiera inclinado por estudiar una filología o algo así. De hecho, tuve claro que nunca iba a tener que renunciar al placer de leer y, sin embargo, si no estudiaba algo de ciencias, sí iba a suponer una barrera para seguir ampliando el conocimiento de esas áreas.

¿Cómo se da el paso de estudiar una carrera como Biología a trabajar en las fronteras de la ciencia?

Creo que tuve la suerte de que me concedieran una beca por tres años y mil pesetas al mes para empezar a trabajar en un programa novedoso para la Compañía Española de Penicilina y Antibióticos (CEPA), que buscaba el descubrimiento de antibióticos. En aquel momento pensé que era lo mejor que me podía pasar en la vida y cuando me jubilé, seguí pensando lo mismo.

¿Cómo era su trabajo allí?

CEPA tenía un contrato con la empresa farmacéutica americana MERCKNosotros nos encargamos de la primera parte del programa, que consistía en localizar en la naturaleza nuevos elementos con actividad microbiana, y ellos de la segunda parte, que era probar si esos elementos podían dar lugar a medicamentos. Cuando comencé, nos llamábamos “la ínfima clase del becario” pero lo cierto es que nosotros pensábamos que el programa en el que estábamos era de lo más interesante porque nos ponía en contacto con cosas que ni siquiera los que estaban dirigiendo la investigación conocían en ese momento. Eso suponía un reto y una ilusión especial porque estábamos descubriendo propiedades y elementos que no estaban registrados y no conocías cuál iba a ser el resultado final de lo que investigabas. Había un programa que había que cumplir, pero los resultados eran desconocidos para todos, incluidos los responsables últimos de la investigación, y eso fue muy interesante para mi toda mi vida.

Nosotros hacíamos un trabajo que se no se conocía muy bien ni se consideraba muy científico. Fue con los primeros descubrimientos cuando se empezó a valorar la importancia de nuestras investigaciones y de su trascendencia para la ciencia.

En el 89 la nombran directora de CIBE (Centro de Investigación Básica España), ¿cómo fue su experiencia como responsable del laboratorio? ¿Ha padecido el síndrome del impostor del que hablan muchas mujeres actualmente?

No, nunca he tenido esa sensación. Siempre he sido una mujer observadora, capaz de reconocer la inteligencia en los demás y de intentar aprender de ello. Creo que me salía de un modo natural la capacidad de gestión y persuasión para intentar que los posibles financiadores y responsables se interesasen por lo que hacíamos. Mi aspiración era lograr mejores medios técnicos y económicos para poder desarrollar investigaciones más ambiciosas. Creo que ser mujer nunca supuso un problema tampoco para trabajar en un contexto competitivo, con mucha gente alrededor y gestionando con autoridad el laboratorio y el equipo de trabajo. Si tenía dificultades, me aguantaba. Tenía una capacidad importante de no dramatizar que sigo utilizando en la vida. He tenido momentos amargos, como todo el mundo, pero he intentado que no me sobrellevasen.

Ahora mismo, las mayores tasas de abandono femenino en la ciencia se dan entre los 30 y los 40 años por las dificultades de estabilización en el sector y por lo que supone compatibilizar la ciencia de frontera con una familia. ¿Tuvo usted que afrontar disyuntivas similares en su carrera?

No había muchas mujeres en ese momento y, evidentemente, resultaba novedoso que ocupase cargos de responsabilidad. Sin embargo, lo recuerdo como la mejor época de mi vida. Por separado eran dos vidas perfectas, por un lado, con mi marido y mi hijo y, por otro lado, con un trabajo en el que era muy feliz, pero era muy complicado compaginarlas. La conciliación era difícil y dependías de terceros. En casa, yo salía a las siete y media y volvía a las cuatro y media y dejaba a mi marido con el niño. Teníamos gente que nos ayudaba, pero era una responsabilidad y eso me afectó. En el trabajo, fui famosa porque mantenía la lactancia con el bebe y llevaba el aparato para sacar la leche, que era algo que no se había hecho hasta entonces. Sin embargo, mis compañeros eran jóvenes y lo entendían. Nunca he sentido rechazo por ser una chica entre ellos. Creo que, pese a todo, logramos un buen equilibrio.

Ahora, con la perspectiva de los años, ¿hay algo de su carrera profesional de lo que se sienta especialmente orgullosa?

Lo cierto es que no éramos muy conscientes de la trascendencia del trabajo, nos gustaba mucho lo que hacíamos y le dedicábamos mucho tiempo. Hay que entender que desde que nosotros lográbamos aislar un elemento hasta que ese elemento se estudiaba y desarrollaba para convertirse en un producto viable pasaban muchos años, así que cuando nos lo comunicaban, nos suponía una satisfacción, pero en el momento en que se aislaba no éramos muy conscientes de lo que podía suponer.

¿Cómo recuerda el momento en que descubrieron la fosfomicina?

Como un momento muy emocionante. Para entenderlo, hay que conocer el contexto y este suponía que desde Estados Unidos enviaban de vez en cuando a investigadores importantes de la empresa para conocer nuestro trabajo de manera más directa. En esa ocasión vino el doctor David Heindlin (que figura también en la patente) y nos explicó qué era lo que estaban buscando. Heindlin era biólogo y químico y propuso un estudio sobre la permeabilidad celular. Él vino al laboratorio y tuve la suerte de enseñárselo. Estuve semanas preparando su visita que duró 4 o 5 horas y en la que aprendí muchísimo. Con esa información, nosotros buscábamos microbios, y una vez que lo teníamos, se lo pasábamos a los compañeros que se dedicaban a cultivarlos y se lo mandábamos finalmente a nuestros compañeros de Merck.

Tras la visita de David yo me encargué de realizar el ensayo que había diseñado, pero no lograba ningún activo. El día del descubrimiento comencé temprano el ensayo, que era largo, laborioso, muy complicado y muy interesante. Cuando llegó la hora de irme, a las cuatro y media, revisé de nuevo las placas y me pareció que había un indicio de actividad, así que decidí quedarme a esperar a ver qué pasaba. A las seis y media, el indicio se hizo activo y aún me emociono al recordarlo. Llamé por teléfono inmediatamente a EEUU, ya que, con el cambio horario, allí ya era de día. Hablé con el Dr. Heindlin y le propuse hacer crecer el microorganismo en un mayor volumen para que lo pudiesen empezar a estudiar.  Observamos la misma actividad en el nuevo crecimiento, lo liofilizamos y enviamos a EEUU. Esto fue un jueves y lo mandamos el martes por la mañana. A los pocos días dijeron que el cultivo aquel tenía tres características muy importantes: primero, era una especie nueva; segundo, tenía un antibiótico que no se conocía; y tercero, y más importante, no era tóxico. Después de aquello, y en un tiempo récord, obtuvimos la fosfomicina.

¿Cuándo fue consciente de la importancia de sus descubrimientos?

Lo cierto es que nunca fuimos muy importantes, y creo que no fui consciente del todo hasta que, un día revisé una carpeta que tenía guardada y conté hasta 19 patentes. No era consciente del número de patentes. Nos daban un dólar por patente y nunca los cobré porque no me compensaba la gestión, me consideraba bien pagada con mi sueldo.

Hace dos años cuando me vinieron a entrevistar de El País me dijeron que la fosfomicina fue el primer antibiótico español; yo no había pensado nunca. Creo que el azar estuvo presente, y yo era buena observadora y me di cuenta de la actividad. Pero no debemos olvidar que, para lograr ese, habríamos seleccionados miles de cultivos que no sirvieron para nada. Creo que, al igual que dijo Flemming que él no descubrió la Penicilina, sino que se “tropezó” con ella, a mí me pasó lo mismo.

¿Hay alguna de sus patentes que tenga algún significado especial?

Lógicamente la primera fue especial, pero todas son importantes y me suponía una gran satisfacción cuando me decían que había un compuesto nuevo, aunque en el momento no le diera mucha importancia. Para mí lo más relevante a día de hoy es la cantidad de gente que se ha salvado gracias a ellas y lo mucho que han ayudado.

Es habitual escuchar que hace falta referentes femeninos en la ciencia, ¿qué les diría usted a los jóvenes que se plantean ahora una carrera en la ciencia?

Que si tienes una vocación científica intentes mantenerla por el placer que supone. La investigación es una carrera de fondo y hay que tener paciencia y aprovechar las oportunidades. A veces, lo que no buscas es lo que sale, pero hay que tener constancia. Yo fui muy feliz en mi trabajo como investigadora y fui muy feliz cuando ejercí de directora. También me sentí muy orgullosa porque cuando entré era la única mujer y cuando me fui más de la mitad del programa estaba desarrollado por mujeres y eso me pareció importante. Tenga en cuenta que yo siempre elegí a los trabajadores por su CV, no por su género. Hablo de los años 60.

 

Los inicios de la investigación

Cuando Sagrario Mochales empezó a trabajar, se subía a una camioneta a primera hora de la mañana que la llevaba a las instalaciones del laboratorio. En esa camioneta casi todos los viajeros eran hombres, pero ella nunca lo consideró un inconveniente.

Asegura que no tuvo referentes femeninos en su carrera pero que tampoco le hicieron falta. Su constante mención a Gregorio Baquero, su tío, como mentor e inspiración, y su firme confianza en que por ser mujer no tenía que renunciar a nada, hicieron de ella una “rara avis” en la investigación española de los años 60. Años más tarde, uno de los antibióticos descubiertos por Sagrario, la tienamicina, base del imipenem, ayudaría a salvar la vida de su tío Gregorio.

Compaginó su carrera con su trabajo y su nombre figuró en las patentes por derecho propio y porque los científicos que trabajaron con ella insistieron en que así debía ser.

Las patentes

Sagrario Mochales y su equipo recogían muestras de tierra y vegetales allá por donde viajaban, con el objetivo de encontrar microorganismos que pudiesen sintetizar un compuesto activo que pudieran tener usos terapéuticos. En una de esas recogidas, la realizada por el doctor Sebastián Hernández, miembro del grupo, en la zona de Alicante, se logró aislar el microorganismo productor de la fosfomicina, que hoy sigue siendo uno de los antibióticos más utilizados para diferentes infecciones, entre ellas de orina, y cuyo hallazgo fue publicado por Science en el año 1969.

A lo largo de los años 70 vendrían otros hallazgos como la lovastatina, de la familia de las estatinas, empleada en tratamientos contra el colesterol. Durante todo ese tiempo y hasta su jubilación, la mirada sagaz y atenta de Sagrario Mochales ha seguido ayudando a salvar vidas.

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